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ARANCELES
Tribuna
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Aranceles de Trump: Brian, vas a sufrir

Los demócratas reaganianos sintieron la globalización como un zarpazo. La desglobalización no será mejor

El jubilado Brian Pannebecker, el 2 de abril en la Casa Blanca.
Amanda Mars

El día que declaró la guerra comercial global desde los jardines de la Casa Blanca, Donald Trump se hizo acompañar por un trabajador retirado de la automoción, Brian Pannebecker, un tipo con gorra y largos bigotes criado en las afueras de Detroit (Michigan), gran polo industrial venido a menos. Pannebecker tomó la palabra para recordar el reguero de cierres de fábricas que había visto ante sus ojos, durante años, y defendió que la política de Trump iba a volver a poner las factorías a pleno rendimiento, dentro de la lógica de que gravar los coches importados favorece la producción interior. A la mañana siguiente, la compañía Stellantis envió una carta a la plantilla anunciando despidos temporales en sus plantas de Sterling y Warren, ubicadas en la misma zona de Pannebecker, debido al parón de las factorías de Canadá y México, cortesía de los nuevos aranceles.

La secuencia es elocuente, pero el episodio merece ir más allá del “¿Ves, Donald?”. El condado donde se encuentran esas plantas afectadas y donde se crio Brian Pannebecker es Macomb, el lugar en el que hace justo 40 años, en 1985, el investigador Stanley Greenberg identificó y bautizó el movimiento de los demócratas reaganianos, una clase trabajadora blanca y católica, muy sindicalizada y tradicionalmente demócrata que en los ochenta se volcó en Reagan y explicó parte de esa revolución del republicano que reinó en los 80. Macomb no volvió a elegir a un demócrata hasta Bill Clinton, en 1996. Y también Obama ganó allí, pero Donald Trump volvió a conquistar a los demócratas reaganianos en 2016, en 2020 y, cómo no, en 2024.

Hay muchos tipos como Brian Pannebecker en Michigan. Trabajadores que perdieron su particular contrato social, aquel por el que un chico sin estudios superiores que entraba a trabajar en una fábrica podía comprar una casa, un coche y criar unos hijos que, quién sabe, podrían ir a la universidad. En 1950, el antaño todopoderoso sindicato automovilístico UAW firmó un convenio colectivo con General Motors que se convirtió en el patrón oro del sector. El Tratado de Detroit recogía planes de pensiones, incrementos salariales anuales y mejoraba la cobertura médica. Las big three (GM, Chrysler y Ford) suponían el 85% del mercado estadounidense en los sesenta. En 2018 no superaban ya el 44%. Y entre 1990 y 2017, Estados Unidos perdió unos 5 millones de puestos de trabajo industriales.

Trump lo sabe capitalizar como nadie. Es imposible pasearse por esas barriadas fabriles y que los trabajadores no señalen el comercio con China o el acuerdo de libre comercio con Canadá y México, el antiguo Nafta, de 1993, reemplazado en 2020 por USMCA. Hay mucha literatura sobre dicho impacto, con conclusiones diferentes: ningún estudio niega las fugas de producción, pero hay discrepancia sobre cuánto del empleo destruido se puede atribuir a ello o a la robotización, entre otros; y, sobre todo, cómo se ha podido ver compensado por otros beneficios el conjunto de la industria.

Sí cuesta discutir que, conforme la economía mundial se integró, las economías locales se desintegraron internamente y se empobreció la clase trabajadora. Esto, que hoy parece obvio, hasta la Gran Recesión apenas se podía mencionar sin recibir acusaciones de negacionismo del comercio global. En Estados Unidos, la campaña de 2016 ya dejó claro el cambio de tercio: no solo Trump emprendió el giro proteccionista, la campaña de Hillary Clinton también descartó seguir adelante con el Tratado Transpacífico (TPP) impulsado por Obama. ¿Y se acuerdan del TTIP? Sí, el preacuerdo entre Estados Unidos y la UE. Enterrado también. Y Biden no solo mantuvo todos los aranceles de Trump a China, sino que lanzó un macroprograma de estímulos con la excusa de la inflación (IRA) que buscó fomentar la industria doméstica y dejó al resto tiritando.

Pero en esta bomba nacionalista de Trump se da un cóctel diabólico: una visión del comercio mundial de suma cero, las formas de un mamporrero y una falta de planificación en la puesta en marcha del plan que choca a cualquiera (lo de que Peter Navarro es “más tonto que un saco de ladrillos” lo ha dicho Elon Musk, que conste). Los propios objetivos de su plan, de existir plan, resultan contradictorios: si los aranceles a las importaciones van a suplir las bajadas de impuestos internas, no pueden servir también para frenar las importaciones.

“Apoyamos los aranceles al 100%, Trump va a devolver la productividad a esas plantas infrautilizadas, habrá nuevas fábricas”, dijo Pannebecker en la Casa Blanca, con medio planeta escuchando. Pero su amado Macomb amaneció en apuros con los recortes de Stellantis. Los mercados arden hasta el punto de que Trump ha aprobado una tregua de 90 días, pero esta crisis arancelaria es ya una crisis de confianza. El trabajador de Detroit ha pedido ahora, en declaraciones a la Fox, “paciencia” y “fe” en Trump. ¿En Trump, Brian? ¿En el Trump que ha nombrado a Navarro y a Musk? Una guerra comercial no termina con la desigualdad. Según un estudio del Yale Budget Lab, cada hogar de Estados Unidos puede perder unos 3.800 dólares de poder adquisitivo con esta tormenta. Cuando los elefantes se pelean, Brian, lo paga la hierba de debajo. Tú estás ya jubilado, pero tus compañeros van a sufrir. Como dicen en X, da igual cuándo leas esto.

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Sobre la firma

Amanda Mars
Directora de Cinco Días y subdirectora de información económica de EL PAÍS. Ligada a EL PAÍS desde 2006, empezó en la delegación de Barcelona y fue redactora y subjefa de la sección de Economía en Madrid, así como corresponsal en Nueva York y Washington (2015-2022). Antes, trabajó en La Gaceta de los Negocios y en la agencia Europa Press
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